En Madrid el calor derretía los balcones y Toño, con esa habilidad que tenía para cambiar de tema y de registro cada vez que un buen guión lo requería, le soltó, sin más, un temible “cuéntame, ¿qué te pasa con Lu?". Ana no paraba de abanicarse mientras pensaba que si Toño seguía llamando así a Lucho probablemente se lo contaría todo en un tono cursi que no hubiera querido utilizar. Y menos con Toño. Tendría que explicarle que en realidad Lu era como a ella le gustaba llamarlo, porque sonaba a “Bu” y lo del susto y esas cosas. Y también que ése era el modo en que lo tenía registrado en su móvil. No porque fuera una ñoña aficionada a hablar en diminutivo, sino porque esas dos letras fueron las únicas que pudo escribir una noche de concierto y borrachera. Ocurría que Ana había borrado el número de Lucho en algún ataque de higiene mental o –lo que es casi lo mismo- de feng-shui digital. Pero “Baby” terminaba con un absurdo y empático “Holy Moley you’re so funny, you crack me up, you crack me up”, y tanto era así que Ana no pudo evitar que se le vinieran a la cabeza los rizos de Lucho y algunos de los pelos más largos de su barba. Entonces, un mensaje multimedia a un número rescatado del registro de llamadas y una respuesta inmediata. Zaz. Registrado. Por si acaso, que la noche es larga.
No es que no quisiera explicarle todo eso a Toño. Él la entendería perfectamente al tiempo que sería lo suficientemente educado como para no decirle que todo ello se trataba de una concatenación absurda de estupideces pero que en el fondo tenían su gracia. Es más, seguramente Toño le propondría a Ana llamarlo King Kuranes y así darle un tono más épico al asunto. Pero entonces ella pensó que estaba harta de tanto nudo sin desenlace, así que trataría de ser lo más esquemática posible al respecto.
“Pues eso, que a chica-vintage le gusta chico-consola. Y parece que chico-consola tiene dificultades apenas en el primer nivel del videojuego”. Con Toño siempre era fácil hablar, había entre ellos un entendimiento que empezaba por lo narrativo y llegaba siempre al filo de las cosas. “Lo cierto es que te gusta tanto su forma de manejar tus controles y de apretar tus botones que ya estás deseando que te rescate en la última fase”, le respondió Toño. De hecho, ahora sí estaba claro que hablaban el mismo idioma. Y también estaba clara otra cosa. En esa frase -que Toño hubiera podido decir seguramente con algo más de estilo según los criterios estéticos de Ana- residía todo el problema y lo peor de todo eso era que lo sabía desde los ocho años: ella era la Princesa Peach y el fontanero no parecía estar del todo cualificado como para poder coger el champiñón. Ana estaba boquiabierta. Acababa de tener una revelación, pero entonces Toño seguía en su línea y le lanzó la predecible frase del insert coin. Ahora a ella sólo le quedaba la carta del game over, pero esas eran palabras que ella no hubiera querido utilizar…
Por su parte, a Toño le hacía gracia la historia y parecía disfrutar condimentándola: “Digamos que Lucho es un hombre más de aventura gráfica que de shooter en primera persona”, sentenció. Los conocimientos que Ana tenía sobre el mundo del videojuego eran demasiado ochenteros y se reducían al PacMan, a Super Mario Bros y al Tetris. También se había tirado las siestas del verano de sus 21 jugando a los Sims, pues disfrutaba eligiéndoles a uno por uno su estilismo y su signo del zodíaco. Sin embargo, resultaba que existía todo un mundo enorme alrededor de los videojuegos y alguien, por alguna extraña razón, había decidido ocultárselo. De repente, el mundo del entretenimiento tenía para Ana una planta más para recorrer además de las de los libros, la música y las pelis. No sólo eso, sino que dentro de ese mundo había otros submundos y que, al parecer, explicaban las rarezas de Lucho.
Casi sin darse cuenta, Ana comenzó a verse a sí misma controlando un personaje armado dispuesto a disparar a gusto e piacere. Pero esas eran cosas que la transportaban a Dick Tracy o a Doyle, nunca a un videojuego. Definitivamente, ella era una chica-vintage que coleccionaba álbumes de figuritas, paper dolls y papeles de carta. Sin embargo, como jugadora de un juego extremadamente peligroso, podia ver sus disparos desde una cámara que la seguía por la espalda. Entonces sonaba April March, ella conducía un Dodge Charger y todas esas cosas ya no quedaban tan lejos...
“En cambio, la aventura gráfica es complicada, muchas veces tienes que aprender e inventar”, continuó Toño mientras Ana lo escuchaba como si fuera un lego en la materia. ¡Vaya, vaya! Ahora resultaba que la aventura gráfica era casi como la vida misma y ella no tenía ni puta idea de qué se trataba. Toño le explicó que la cosa consistía en ir avanzando por el videojuego-vida resolviendo rompecabezas situacionales. Quizás otra vez lo estuviera comenzando a ver claro, aunque no terminaba de entender cómo un chico tan pasional como Lucho era capaz de tanta racionalidad parsimoniosa. No dijo nada y siguió abanicándose mientras con la otra mano se estiraba la falda. Toño cogió una aceituna, la tiró hacia arriba y nada más cogerla en su boca le soltó casi entredientes: “El caso es que chico-consola te gusta y no quieres que lo vuestro quede en una demo”. En efecto, nadie habría sido capaz de definir mejor que Toño eso que pasaba, pero Ana no fue capaz de admitir tal cosa. Apoyó el abanico sobre la barra y levantó el cubata: “Pues lo que yo quiero es echarme un par de partidas por semana”. Entonces se dió cuenta de que finalmente había respondido a la pregunta inicial de Toño, aunque quizás él no se lo hubiera creído del todo.