22 de julio de 2010

En Madrid el calor derretía los balcones y Toño, con esa habilidad que tenía para cambiar de tema y de registro cada vez que un buen guión lo requería, le soltó, sin más, un temible “cuéntame, ¿qué te pasa con Lu?". Ana no paraba de abanicarse mientras pensaba que si Toño seguía llamando así a Lucho probablemente se lo contaría todo en un tono cursi que no hubiera querido utilizar. Y menos con Toño. Tendría que explicarle que en realidad Lu era como a ella le gustaba llamarlo, porque sonaba a “Bu” y lo del susto y esas cosas. Y también que ése era el modo en que lo tenía registrado en su móvil. No porque fuera una ñoña aficionada a hablar en diminutivo, sino porque esas dos letras fueron las únicas que pudo escribir una noche de concierto y borrachera. Ocurría que Ana había borrado el número de Lucho en algún ataque de higiene mental o –lo que es casi lo mismo- de feng-shui digital. Pero “Baby” terminaba con un absurdo y empático “Holy Moley you’re so funny, you crack me up, you crack me up”, y tanto era así que Ana no pudo evitar que se le vinieran a la cabeza los rizos de Lucho y algunos de los pelos más largos de su barba. Entonces, un mensaje multimedia a un número rescatado del registro de llamadas y una respuesta inmediata. Zaz. Registrado. Por si acaso, que la noche es larga.
No es que no quisiera explicarle todo eso a Toño. Él la entendería perfectamente al tiempo que sería lo suficientemente educado como para no decirle que todo ello se trataba de una concatenación absurda de estupideces pero que en el fondo tenían su gracia. Es más, seguramente Toño le propondría a Ana llamarlo King Kuranes y así darle un tono más épico al asunto. Pero entonces ella pensó que estaba harta de tanto nudo sin desenlace, así que trataría de ser lo más esquemática posible al respecto.
“Pues eso, que a chica-vintage le gusta chico-consola. Y parece que chico-consola tiene dificultades apenas en el primer nivel del videojuego”. Con Toño siempre era fácil hablar, había entre ellos un entendimiento que empezaba por lo narrativo y llegaba siempre al filo de las cosas. “Lo cierto es que te gusta tanto su forma de manejar tus controles y de apretar tus botones que ya estás deseando que te rescate en la última fase”, le respondió Toño. De hecho, ahora sí estaba claro que hablaban el mismo idioma. Y también estaba clara otra cosa. En esa frase -que Toño hubiera podido decir seguramente con algo más de estilo según los criterios estéticos de Ana- residía todo el problema y lo peor de todo eso era que lo sabía desde los ocho años: ella era la Princesa Peach y el fontanero no parecía estar del todo cualificado como para poder coger el champiñón. Ana estaba boquiabierta. Acababa de tener una revelación, pero entonces Toño seguía en su línea y le lanzó la predecible frase del insert coin. Ahora a ella sólo le quedaba la carta del game over, pero esas eran palabras que ella no hubiera querido utilizar…
Por su parte, a Toño le hacía gracia la historia y parecía disfrutar condimentándola: “Digamos que Lucho es un hombre más de aventura gráfica que de shooter en primera persona”, sentenció. Los conocimientos que Ana tenía  sobre el mundo del videojuego eran demasiado ochenteros y se reducían al PacMan, a Super Mario Bros y al Tetris. También se había tirado las siestas del verano de sus 21 jugando a los Sims, pues disfrutaba eligiéndoles a uno por uno su estilismo y su signo del zodíaco. Sin embargo, resultaba que existía todo un mundo enorme alrededor de los videojuegos y alguien, por alguna extraña razón, había decidido ocultárselo. De repente, el mundo del entretenimiento tenía para Ana una planta más para recorrer además de las de los libros, la música y las pelis. No sólo eso, sino que dentro de ese mundo había otros submundos y que, al parecer, explicaban las rarezas de Lucho.
Casi sin darse cuenta, Ana comenzó a verse a sí misma controlando un personaje armado dispuesto a disparar a gusto e piacere. Pero esas eran cosas que la transportaban a Dick Tracy o a Doyle, nunca a un videojuego. Definitivamente, ella era una chica-vintage que coleccionaba álbumes de figuritas, paper dolls y papeles de carta. Sin embargo, como jugadora de un juego extremadamente peligroso, podia ver sus disparos desde una cámara que la seguía por la espalda. Entonces sonaba April March, ella conducía un Dodge Charger y todas esas cosas ya no quedaban tan lejos... 
“En cambio, la aventura gráfica es complicada, muchas veces tienes que aprender e inventar”, continuó Toño mientras Ana lo escuchaba como si fuera un lego en la materia. ¡Vaya, vaya! Ahora resultaba que la aventura gráfica era casi como la vida misma y ella no tenía ni puta idea de qué se trataba. Toño le explicó que la cosa consistía en ir avanzando por el videojuego-vida resolviendo rompecabezas situacionales. Quizás otra vez lo estuviera comenzando a ver claro, aunque no terminaba de entender cómo un chico tan pasional como Lucho era capaz de tanta racionalidad parsimoniosa. No dijo nada y siguió abanicándose mientras con la otra mano se estiraba la falda. Toño cogió una aceituna, la tiró hacia arriba y nada más cogerla en su boca le soltó casi entredientes: “El caso es que chico-consola te gusta y no quieres que lo vuestro quede en una demo”. En efecto, nadie habría sido capaz de definir mejor que Toño eso que pasaba, pero Ana no fue capaz de admitir tal cosa. Apoyó el abanico sobre la barra y levantó el cubata: “Pues lo que yo quiero es echarme un par de partidas por semana”. Entonces se dió cuenta de que finalmente había respondido a la pregunta inicial de Toño, aunque quizás él no se lo hubiera creído del todo. 


April March – Laisse Tomber Les Filles

Dedicada a ese del montón, él sabe por qué... 

21 de julio de 2010

La belleza flotaba a menos de medio metro del suelo en una plaza de Malasaña. Lucho la miraba desde unas cejas arqueadas, casi perfectas. Los ojos abiertos, grandes, redondos, despiertos. De repente era un perro buscando caricias, un gato sibilino y expectante, una araña debajo de su falda. Entonces ella era una mariquita, un caracol, una sirenita. No podía siquiera mover un dedo. No podía siquiera pensar en moverlo.
(La única sensación de movimiento venía de un grupo de músculos que, gracias a un alemán que no era Hegel, llevaba ejercitando desde la universidad.)
De pronto, Ana se sorprendió a sí misma pensando en si esas inexplicables propiedades del cemento de la plaza se debían al espíritu de la heroica bordadora o al de Antonio Vega, pues en esas baldosas había una energía que lo mismo era digna de la resistencia a los franceses como de un concierto de Nacha Pop en los ’80.
(En efecto, en ese momento cualquiera de los dos hubiera podido cantar a viva voz “un día cualquiera no sabes qué hora es, te acuestas a mi lado sin saber por qué” y sentirse plenamente identificado. Por lo demás, Lucho no era francés, pero a Ana le parecía tan irresistible como si lo fuese…)
Entonces la noción del tiempo quedó suspendida y los segundos vinieron con limas y hierba buena. Vinieron con besos de lenguas tibias y traviesas. Lenguas exploradoras, inescrupulosas, lacerantes.  Lenguas que fueron Alicias multiplicadas en el barrio de las maravillas, que pasearon ciegas en cortos paseos y se abrazaron en largos letargos de escaparates ajenos. 
(Ahora la belleza medía casi dos metros de altura y le soltaba besos espontáneos sin enjuague bucal. La mano era suya y hacía lo que quería).
De repente, entre dos mordiscos, la llamaba peligrosa. Entonces cambiaba la década y Ana se montaba en un coche mirándolo fijamente y sin cerrar las piernas mientras le canturreaba Hold on tight! You know she’s a little bit dangerous” a modo de advertencia. Y a eso correspondían los brazos sueltos de Lucho, que bailaba, bailaba torpe, bailaba apenas. Se ponía pelucas, gritaba y corría, a veces reía y a veces mordía. 
(Entonces Ana pensaba que él era como el spaghetti travieso de una canción para niños, lo que lo convertía en un plato mucho mejor que unos macaroni and cheese una noche de borrachera.)
Más tarde hubo un ascensor y la belleza explotó a diez metros bajo tierra. También hubo una plaza más redonda con bancos más cómplices a la hora de mojar maderas. Ana se quitó las bragas y le sopló un refrán; el se tropezó en su vientre y patinando anduvo. Sucumbió a su vicio, le chasqueó las nalgas, le comió la boca, se enredó en sus piernas. Y si bien el de Lucho era un patinar de pantalones que nunca se bajan -que a veces se caen, pero que no se bajan-, no hace falta decir, amigos, que Lucho le manchó la falda.
(Ooohhh, just a little bit dangerous!)


Etta James – I Just Want To Make Love To You

20 de julio de 2010

“No sé por qué me consideran una freak cuando digo que me tomo la vida en modo telefilm”, le había dicho su amiga la noche anterior mientras trataban, con mojitos, de olvidar el día que sería conocido, de allí en más, como “el día en que Ana se comió la guindilla”. Pero esa era una historia que, aunque reciente, no le apetecía recordar. Sin embargo, no pudo evitar quedarse pensando en qué había sido lo primero. ¿Un comportamiento femenino digno de estereotipar y llevar a la pantalla grande o unas escenas memorables protagonizadas por féminas desesperadas que luego serían imitadas por otras féminas más desesperadas? La respuesta más fácil era decir que había un poco de las dos cosas, pero no era algo que le quedase muy claro. Esa tarde había cruzado la Gran Vía con un muffin de arándanos y chocolate blanco en una mano y una bolsa de trapos sin estrenar -y que no estaba segura de necesitar- en la otra. Se vio a sí misma como un tópico, un gran cliché caminando, pero ese muffin y el momento orgásmico de entregarle la tarjeta de crédito a la dependienta que diez minutos antes le había dicho que quizás una 38 era muy pequeña habían sido, por mucho, los mejores momentos de su día. "Ojalá tuviera una 38", pensó Ana, pero para obligar a esa resentida de 42 kilos a entrar con ella a los probadores y hacerle observar, sin pestañar ni una sola vez, lo bien que le iba incluso una 36.

19 de julio de 2010

Las horas con Lucho habían sido, junto con algunas otras más pero que ya no contaban, unas de las horas mejor gastadas en lo que iba del verano. Ana derrochaba el tiempo del mismo modo en que se derrocha el arroz en las bodas, con ganas de desabastecer los supermercados, con ganas de arruinarle el peinado a la madrina, con ganas de que el padrino se tropiece, con ganas de guardarse ocho granos en su cartera. Derrochaba la bolsa y la vida de un modo en que a Joaquín Sabina se le hubiera quedado corto, sobre todo porque él era un derrotista aficionado a revolcarse en los charcos más sucios. Ana también volcaba sus derrotas un milímetro por encima de los renglones, pero siempre terminaba saliendo a la calle o para vengarlas o para pactar los términos de una capitulación en la que pudiera salir mínimamente airosa.
Y así iba sembrando su tiempo por las calles del barrio, tiempo que algún día florecería en una eternidad azulada y efímera, como las hortensias. De repente, Ana recordó la fama de mala suerte que envolvía a las hortensias y se odió a sí misma por esa manía que tenía con las metáforas. Esas que Lucho no entendía y que lo convertían en un enorme y adorable cliché cuando se defendía de la mirada inquisitiva de Ana alegando un tímido “es que yo soy de ciencias”. Entonces venía el momento en que ella se reía conmovida y le alborotaba la mata de rizos mientras le echaba el humo de un cigarrillo mal liado en la cara. Y entonces pensaba para sus adentros que tendría que guardar muy bien ese granito de arroz en su cartera: ninguno de los dos hubiera querido que se pierda.

Extremadamente peligrosa, elemento de distorsión, variable independiente. Esas eran las palabras que usaba Lucho para definir a Ana. Ella no sabía si se estaba refiriendo a una bombona de butano, a una obra de arte posmoderna o a la manipulación de cualquier hipótesis por parte de cualquier investigador, pero de todos modos le gustaban.  Eran palabras que nadie podría pronunciar sin un mínimo vestigio de seriedad y él se las había soltado con la misma espontaneidad con que le soltaba el aliento cada vez que la besaba. Y todo eso no estaba nada mal viniendo de un chico que se definía a sí mismo como un chico extremadamente cuadriculado. No tanto porque Lucho fuera lo que Ana llamaba “un estructurado flexible”, sino porque Ana había aprendido que algunos hombres en la franja de los 30 comenzaban a autodefinirse como “chicos” y, más aún, como “chicos que”. En efecto, de repente una parte considerable de los “hombres que” habían pasado a ser “chicos que” y, por alguna extraña razón, algunos de esos “chicos que” entraban a formar parte de su vida, como colegas, como amigos, como amantes.
No hace falta ser un lector muy inteligente para darse cuenta de que Lucho era uno de esos “chicos que” que últimamente habían comenzado a reproducirse de manera osmótica por toda la ciudad; eso sí, en sus diferentes estilos y categorías, pues el “que” de los “chicos que” era un nexo tan amplio y laxo que permitía una amplia grilla llena de sitios donde poner la cruz si una tuviera el tiempo, las ganas y la fortaleza psicológica como para hacer un estudio sociológico acerca de los “chicos que”. Más aún, existía la posibilidad de que un “chico que” se correspondiese con más de un casillero de la grilla a la vez, abriendo un abanico de posibilidades e interpretaciones que ella ya no quería abordar. Por lo pronto, Lucho era el “chico que” le daba los besos más molones y enrollados del mundo. Después de todo, ella también era una “chica que”, y a todas las "chicas que", ocupen el casillero que ocupen, les gustan los besos bien dados.

18 de julio de 2010

Digamos que llevaba pensando en Lucho toda la semana, envuelta en una espiral de conversaciones virtuales que, al parecer, ambos disfrutaban y que los había hecho de algún modo más cómplices después de aquel polvo en el balcón en su fiesta de cumpleaños. Ella necesitaba humanizarlo, el tenía miedo de ser humano. Y así se tiraban algún tiempo de la tarde soltándose rollos absurdos por ser incapaces de echar la siesta al ritmo de las paletas de un ventilador hiperventilando. No porque no tuviesen ventilador, sino por dos sencillas pero categóricas razones: él trabajaba; ella era noctámbula. El se definía así mismo como “un chico extremadamente cuadriculado”. Ana había reemplazado la hora de comer por la del desayuno, la merienda por la comida y la cena por la merienda, por lo cual, las horas que para la mayoría de la gente eran consideradas las horas de la siesta, se habían transformado, para ella, en las primeras horas de una lúcida mañana. Y así sucesivamente, en un ciclo que contemplaba cenas-picnic en su balcón a altas horas de la madrugada y, lo que es mejor, uno -o dos- postres al amanecer. Saberse viva cuando la gente dormía venía a compensar ese sentimiento de culpabilidad que sentía cuando toda esa gente ahí fuera se esforzaba por generar plusvalía y llevar una vida productiva. Porque en sus noches, el valor de las cosas sí que se multiplicaba y se hacía visible como una serpentina fosforescente en un baile de graduación americano. Entonces sonaba Nancy Sinatra y la vida lucía un vestido rosa de volantes. Y, por lo que sabía, no era de buena educación retirarse pronto de las fiestas. Ana detestaba esa clase de gente que deja de pasárselo bien y se retira de escena porque al día siguiente tiene que terminar de darle forma a un proyecto que, la verdad sea dicha, seguramente tiene pocas posibilidades de salvar el mundo. Pero lo cierto es que huía de su cama, de la imposibilidad de cerrar los ojos mientras allí fuera, en algún sitio escondido, se celebraba una fiesta. Huía de ese momento crucial en el que se espera que esa forma que acabas de dar a la almohada sea exactamente la adecuada y capaz de mantenerse intacta al menos por ocho horas. Huía de ese otro momento ritual en el que, sentada sobre su cama, mirándose a sí misma en el espejo, esperaba una mueca reveladora que decidiese por ella el horario al que debía poner la alarma. Detestaba esperar ese momento que curiosamente casi todo el mundo disfruta, ese de transición embriagante entre el sueño y la vigilia. Y no quería esperarlo. Temía estar perdiendo el tiempo. Temía encontrarse con la muerte. Y es que en su lista de las peores palabras de seis letras, el tiempo y la muerte se disputaban el primer puesto, entre muchas otras como cáncer, estafa y cloaca.



















Llamó a Pedro. Ella era su musa y él era, para ella, tan cercano como las blusas de verano. Esas con estilo y made in Italy que no se pegan al cuerpo porque el “género” es bueno. Él se apegaba siempre al alma de una, nunca al cuerpo, y también pertenecía a esa clase de gente que puede llamársele bueno en el sentido más machadiano del término. Y a ella le gustaba la metáfora: Pedro era una de esas blusas de primera calidad y, no sólo eso, sino que era una de las que más le gustaban.
Ana tenía la costumbre de hacer llamadas telefónicas a cualquier hora del día y, lo que es peor, de la noche. No porque fuera una maleducada. Su madre nunca le hubiera permitido hacer una llamada después de las 10 de noche que no fuera realmente imprescindible. Claro que saber qué era lo realmente imprescindible de la vida no era una cosa muy fácil de averiguar. El problema se reducía, pensó alguna vez, a que para ella casi todo resultaba imprescindible, fatal, impostergable. Y entonces supo que todo, al fin de cuentas, era una cuestión de tiempo y no de espacio, conclusión de la cual salía perjudicada pero que le parecía tan lúcida que, por esta vez, no iba a caer en la autocondescendencia de cambiar la teoría porque le iba tres tallas más grande. El hecho es que ella se entendía a la perfección con los espacios, los dominaba, los hacía suyos de un modo tan intenso que parecía echar raíces en todos ellos. Como los álamos, esos del pueblo. Esos que siempre volvían con recuerdos que olían a tierra mojada, y también cuando alguien le requería lúdicamente que pronunciase con la mayor rapidez y a la mayor brevedad posible un nombre de árbol que empiece con “a”. Ya sabéis, ese rollo de los elefantes en Dinamarca…
Pues por eso llamaba a Pedro. Esa noche se había convencido de quizás sí era posible que hubiese elefantes en Dinamarca. Ana había descubierto, con terror, con asombro y –¿por qué no decirlo?- cierto aire de corroboración, la prueba más fuerte que había recibido en su vida sobre el poder de su mente. Llevaba años intentando leer los pensamientos de la gente mirándolos fijamente en el entrecejo, truco que también utilizaba para hablar con los bizcos cuando se agotaba de virar alternativamente su mirada. Eso era algo que nunca podría corroborar, pero de todos modos la divertía y eso ya contaba como motivo suficiente para seguir practicándolo. 
Ana llevaba ya unos días largos evocando a Lucho, el chico que le quitaba el sueño y las bragas en las últimas semanas. Pero había un problema, y era que se trataba de conceptos mutuamente excluyentes: de un tiempo a esta parte sólo se las quitaba en sueños, y por eso, más pensaba. Casi siempre pensaba en él tumbada en el sofá, con música de fondo y un cigarrillo en la mano.  Pero esa noche sí que sus pensamientos habían ido lejos: hacía cábalas, calculaba probabilidades y teorizaba sobre los tiempos paralelos. Y todo ello la fue llevando a pensar que quizás eso de las idas y venidas de Mahoma y la montaña no fuera un concepto tan equivocado. Nunca estaba segura de quién o qué tenía que ir a qué o a quién en el refrán: la inmovilidad de la montaña venía a joderle toda la lógica al asunto y eso la desesperaba. Pero, en cambio, sí estaba segura de que había que coger al toro por los cuernos y quemar todas las naves en la batalla. Esas tres grandes perlas de refranero ilustrado tenían que tener algún sustento real, después de todo, alguien se las había inventado. Y ella estaba convencida de que la gente que inventaba los refranes y las máximas populares era gente bien experimentada. Luego recordó eso de que la carta echada no puede ser retirada y que los cementerios están superpoblados de valientes. Pero si había dos cosas con las que ella no podía eran la muerte y la prudencia, y últimamente había empezado a considerarlas como sinónimos de una misma y gran cosa, mucho más triste y oscura, pero que todavía no había definido y, por consiguiente, no había tomado forma. Pues para que las cosas existieran en su mundo, y para que existiesen como ella quería que lo hicieran –pues de otro modo, no valía la pena querer que existiesen-, esas cosas tenían que atravesar un sinuoso derrotero escarlata, que empezaba por sus ojos y terminaba en sus pechos. Las cosas tenían que penetrar en su cabeza, como espadas filosas con las que se enfrentaban a duelo los hemisferios de su cerebro hasta desintegrarse en definiciones que luego florecerían por su cuerpo. Definiciones que también eran sinuosas y rojizas, pero que le permitían pasárselo bien en ese mundo llano y gris en el que había decidido que ya no quería vivir. No porque tuviera intenciones suicidas, sino porque era un mundo demasiado aburrido, en el que cada quien se las montaba como podía y ella no podía menos que hacer lo propio. Y en este caso –y aunque odiaba las redundancias- lo propio era montarse un mundo propio, pero sin ninguna tendencia independentista o separatista. Pues el mundo-A era una región integrista, que no competía con el mundo real ni por asignaciones presupuestarias ni por ninguna otra chorrada por el estilo, de esas que había estudiado en la universidad y que, consecuentemente con su decisión, también habían dejado de interesarle. Después de todo, Ana era un tía muy coherente. Al menos consigo misma.