29 de septiembre de 2010

Lucho era su Ícaro, aunque no estaba muy segura de si había sido un niño desobediente o de si su padre era un arquitecto renombrado. De lo único que podía estar segura era de que, sin ninguna duda, Lucho era un verdadero laberinto, lleno de encrucijadas capaces de confundir a cualquiera que tenga el coraje de adentrarse en ellas. Sí, Lucho era inextricable, por muchos metros de cable de fibra óptica que ella se empeñara en dejar como huella. Y no sólo eso, sino que albergaba dentro de sí un animal que bien podría haber sido un toro bravo a juzgar por sus salvajes embestidas. Unas embestidas feroces que no sólo le desgarraban las medias, sino que le dejaban ensangrentadas las lentejuelas y el corbatín anudado al borde de la asfixia. Sin embargo, Lucho no era precisamente lo que se conoce como un animal gregario. Era más bien un pájaro solitario. Como Ícaro, Lucho también tenía alas, y aunque no fueran de plumas pegadas con cera, podía volar tan alto como quisiera. De hecho, era esa manía de Lucho de permanecer en las nubes la que la volvía loca. Porque ella también era un ser alado que vivía más en el aire que en cualquier otro sitio. Una diosa de la noche hija del mismísimo caos que, al igual que Nyx, no había podido evitar el obnubilamiento y la fascinación que llegaron tras la intuición de ser, los dos, íntimamente semejantes. Por más que Lucho tuviera, también, la manía de escaparse, una manía que la impulsaba a buscarlo por tierras devastadas por el fuego. Un fuego abrasador, que la ponía día a día más y más caliente. Entonces, de cuando en cuando, caían juntos en un infierno amarillo, en un ritual repetitivo en el que él se dejaba curar las heridas y Ana lo despojaba de sus plumas calcinadas, pues era verdadero ardor lo que sentía y ella lo sabía. Pero también sabía que necesitaría algo más que la ayuda de los dioses del Olimpo para que Lucho entendiese, al fin, que tanto calor no eran sino unas ganas inmensas de sacudir juntos las alas.

27 de septiembre de 2010

De repente estaba quitándose los patines en el portal de Lucho y pensó que no se sentía así desde que le obligaron a quitarse las botas en el control de seguridad del aeropuerto, cosa que constituía, para Ana, la medida irrefutable de eso que se conoce coloquialmente como “pérdida de dignidad”. Entonces no pudo evitar preguntarse si es que definitivamente había perdido todo rastro de dignidad humana. Pero, ¿cuál era realmente la medida de la dignidad? ¿Estaba condenada a vivir con un nivel de dignidad de catorce centímetros de media?
Su lado académico y cierto rigor lógico le hicieron pensar que si Kant tenía razón y la dignidad era un valor absoluto, en caso de perderse una vez, no sólo era imposible volver a perderla, sino también recuperarla. Pero ella se definía a sí misma como una chica postmoderna que, además de llevar gafas de pasta, era una relativista acerríma a la que le calzaba mejor una visión foucaultiana de la vida. Eso la tranquilizó y ni siquiera se cuestionó si lo del relativismo no era una solución cómoda y facilista. Sin embargo, esta vez no bastaba la teoría, así que tendría que llevar las cosas al terreno de la práctico. Entonces se preguntó si era posible tener buen sexo y preservar al mismo tiempo eso que los lexicógrafos definen como la gravedad y el decoro de las personas. ¿Era realmente grave? ¿Podría ella alguna vez llevarse bien con palabras tan feas como compostura, circunspección, seriedad y recato? Desde luego que no. 
La conclusión no podía ser otra que si alguien quisiera llegar al final de sus días con la dignidad intacta debería pensar seriamente en la opción del celibato. No sólo por esas posiciones del Kama Sutra en las que nadie se ve digno, sino también porque el sexo debería calificarse como una actividad riesgosa que puede hacer perder la sesera incluso a los menos vulnerables. Pero Ana estaba segura de que sin correr ciertos riesgos, protagonizar algún que otro papelón y tomar la iniciativa, la vida se volvía demasiado aburrida. La clave, entonces, parecía ser más humor y menos dignidad, y así podía presumir diciendo que nunca, pero nunca, se había quedado con las ganas por quedar como una reina ante los ojos de quien fuera. Por mucho que Ana Bolena también hubiera terminado sin cabeza.

26 de septiembre de 2010

- Destrózame los pantys...
- ¿Qué?
- ¡Que me rompas los pantys!
- ¿Estás segura?
Tanta caballerosidad no venía a cuento, así que Ana deslizó las manos de Lucho por debajo de su vestido y eso a Lucho le bastó como respuesta. Le rasgó las medias con las manos y los dientes. Con una fuerza animal que a Ana le hubiera gustado explorar en un descampado del extrarradio y no en su balcón de Malasaña. Pero ésas eran cosas que no podían controlarse y ahora estaban los dos comiéndose la boca a diez metros de altura. Había gente que iba y venía. Gente despreocupada. Gente que no ignoraba eso que pasaba en el balcón, pero que de todos modos seguía siendo gente despreocupada. Deborah Harry cantaba en el salón y las plumas del glamour volaban por el aire. Se posaban en la acera, en los contenedores, en la calle. Y no importaba nada, ni siquiera el vértigo que sufría desde los nueve años cuando pisó por primera vez su querida Buenos Aires. Si había alguna sensación de que las cosas daban vueltas a su alrededor no era una sensación desagradable, desde luego. Había un mundo tres pisos más abajo que podía girar todo lo que quisiese porque ahora tenía veinte años más y estaba con Lucho.  Sólo eran ellos dos. Enredándose en besos abiertos, rojos, mojados. Un vestido fácil de quitar y unos pantalones tan piratas como su dueño terminaron en el suelo. La Gran Vía aparecía luminosa cada vez que Ana abría los ojos. Y entonces veía a un Lucho que era un niño, que era un lobo. Que la mordía y la calmaba. Y a ella le gustaba porque era un dolor distinto de ese que sentía en el pecho cada noche que lo echaba de menos en su cama.

Entonces era verano. Ahora hacía algún frío. Entonces había conocido a Lucho. Ahora volvía a ser asaltada por la necesidad de teclear su vida. Con música de fondo y un cigarro en la mano izquierda. Frente a un espejo que la reflejaba desnuda sobre un sofá cansado. Y así iba soltando piedras amarillas en un río revuelto y violeta, piedras que nadaban tan rápido que hubieran preferido caerse por los dedos. Un cúmulo de sublimaciones, un aglomerado pegajoso de yoes sublimando, sus uñas rojas peleándose sobre el teclado. Entonces supo que no volvía para rellenar un archivo en blanco. Volvía desde algún otro lado. Con exceso de equipaje y un billete doble en primera clase. Con aterrizajes trimestrales, tridimiensionales, triviales, triunfantes.

22 de septiembre de 2010

Como buena exponente del vintage cósmico, Ana se definía a sí misma como una chica de ocho bits inmersa en un entorno de líneas paralelas, trampolines cómplices, colores intensos y acordes ensordecedores. Una chica old-school que corría sin descanso por caminos irrefrenables, adicta a la adrenalina de saltar en el momento justo y robar besos compulsivamente. Sin embargo, ahora se veía a sí misma convertida en una oscura amalgama de píxeles corriendo en medio de una narrativa ausente. Su repertorio de movimientos se había reducido a lanzar inútiles patadas al vacío y su cleptofilia la llevaba a perseguir el oro por recovecos peligrosos. Pero si era cierto eso de que en la vida todo era cuestión de pulsar el botón adecuado en el momento justo, Ana comprendió que esta vez había presionado demasiado el botón de salto. Entoces se dijo para sí misma que ya era tiempo de calzarse las botas y echar a correr, tan rápido y lejos como pudiese. Era el momento de recuperar el control de sus propios impulsos aunque no hubiera sido capaz de completar el desafío. Ninguna cruz roja podría cambiar el curso de las cosas. Y, aunque con Lucho los niveles de dificultad nunca cambiasen, Ana se sentía incapaz de revisar su propia jugada y esgrimir un plan B. Había saltado al vacío.


GAME OVER
press any button

20 de septiembre de 2010

Un par de cejas subidas a una escalera. Una serpentina cayendo desde el cielo. Un gato con botas sobre ruedas. Una nube derrapando en el asfalto. La cerilla más chispeante de la caja. Un aroma de verano caprichoso. El sonido de un fonógrafo lejano. Todo eso era Lucho. Lucho deslizándose frente a ella, frente a toda esa bucólica luminosidad que los ojos de Ana disipaban. Porque ése era un domingo con verdes más intensos y ultravioletas más traviesos. Un sol de mediodía descansaba sobre las espaldas mojadas y sombras más cortas abreviaban los espacios dilatados. Entonces lo impostergable se ahogaba en el triángulo de las bermudas de Lucho mientras el paraíso reverdecía bajo el vestido de Ana. Eran los mismos extraños de siempre, dos lenguas a punto de lamer el sudor de cuatro manos hambrientas.

16 de septiembre de 2010

- Lo cierto es que intenté recuperar la vida perdida esa misma noche, le dijo Ana al salir del bar.
Toño conocía esa manía de Ana de hablar en serio de las cosas menos serias, pero aún así la miró perplejo por un segundo y luego preguntó: ¿Rompiendo un ladrillo con la cabeza y escupiendo fuego después de haberte comido la flor del amor?
- No tonto, yo estoy en una torre y Lucho es el rey de los Koopas-, le dijo mientras miraba la hora en un móvil mudo por haber hablado tanto. Eran las 2:59. Ana pensó que los tiempos de Lucho eran, definitivamente, los de una tortuga gigante cruzando el mar muerto. Una tortuga que la tenía amarrada de pies y manos a un reloj deformado. Y entonces supo que no sería capaz de resistir esa magia teñida de un negro tan intenso que persistía en la memoria de un modo angustiosamente daliniano.
Dong. Dong. Dong.

14 de septiembre de 2010

En el planeta LUC, el ultimo gran hallazgo de los giros copernicanos de Ana, los problemas estaban en la modalidad multijugador. Si Ana no se equivocaba y Lucho y ella atravesaban la fase hot seat, era evidente que ahora le tocaba esperar a que Lucho se decidiese a calentar la consola. Algún día le llegaría a ella el turno de apretar y desabrochar botones, aunque no era capaz de precisar cuánto tiempo aguantaría calentando la silla con sus bragas naranjas. Era consciente de que lo ideal era jugar la partida en simultáneo. Pero entonces Ana perdía el control y Lucho cambiaba las opciones del menú a pantalla dividida. De momento, eran dos jugadores on line perdidos en una  masa de informaciones infinitas que solo venían a confirmar que valía la pena seguir jugando. Entonces se sumían en un play by mail angustiante, en el que Lucho dejaba, a menudo, las partidas inconclusas.  

12 de septiembre de 2010

Toño se quedó pensando un instante y luego contestó: - En cuanto a este juego en concreto no te puedo decir mucho, porque se da el caso de que no lo he jugado.- Ana lo miró extrañada. No sabía si Toño le hablaba en serio o si le estaba tomando el pelo. Pues sí que lo había jugado. Lo habían jugado juntos hacía ya más de dos años. Pero eso era parte de otra historia, de una historia de la que se reían de vez en cuando y que en cierto modo había hecho que ese día pudieran estar los dos lanzando teorías al aire en un bar de mala muerte. Entonces siempre llegaba el momento en que Toño le mostraba su sonrisa de ratón y Ana se volvía un queso enorme, lleno de agujeros. De agujeros sin sombras en los que ya no podia esconder nada. No sabía cómo empezar, así que prefirió seguir en ese tren de metáforas e hipérboles en el que se habían montado entre copas y aceitunas.
- Tuve una actuación estelar que puede costarme el game over antes de haber siquiera superado el stage one en modo multijugador.-  Toño la miraba detrás de una sonrisa que hubiera podido ser malévola sino fuera porque ella lo conocía bastante como para saber que todo lo que había en esa expresión no era más que expectación. Eran sobre todo ganas de imaginarse la cara de Lucho frente a alguno de los impulsos inverosímiles de Ana. Imaginarse un Lucho aterrado frente al tacon de  aguja que ahora atravesaba filosamente las membranas de su burbuja y entonces sus rizos explotaban en los colores infinitos de una luz descompuesta.
Ana le explicó que la Princesa Peach se había bajado de la torre para asumir su propio rescate: -Pues me calcé unos patines a juego con mi baby-doll amarillo y, al mejor estilo Betty Grable, toqué su telefonillo mientras sostenía en mi otra mano un desayuno nada improvisado. Pero mi Harry James del piano no estaba en casa y la voz de mujer del otro lado le va a dar de todos modos el recado.
- Zaz!- dijo Toño entornando sus ojos chinos como quien va a enunciar una certeza absoluta. -Ahí se te fue una vida, amiga. 
Y entonces se rieron tanto que no escucharon cuando el camarero les dijo que el bar estaba cerrando.