10 de agosto de 2010

Hacía dos días los dos habían llegado a la misma hora a casa. Y si bien habían llegado a casas separadas, fue una de las veces en que mejor se encontraron. Eran las 5 de la mañana, ella quería decirle todo, a él no le asustaba nada. De repente, ya eran casi las siete. Los dos repararon en la luz del amanecer que entraba por sus respectivas ventanas, e incluso se lo dijeron uno al otro al despedirse. Era una tontería, por no llamarla cursilería, pero a ellos les hizo gracia. Al menos Ana así lo intuía, y estaba segura de que no se equivocaba. Sin embargo, dos días después y con cuatro copas en sangre, Ana decidió que ya estaba bien de tanto rodeo, aunque se iba a permitir el último para lograr que Risto, en alguna apuesta absurda, le dijese dónde vivía ese chico del que, como siempre le ocurría con la gente que le gustaba, apenas podía recordar su cara.
Risto era para Ana como un hermano. Más aún, era un hermano fácil de convencer, no porque ella fuese una zorra manipuladora -¿en verdad no lo era?- sino porque él la conocía como nadie y eso le permitía mostrarse con él tal cual era. Y mostrarse tal cual era la habilitaba para poder pedir cualquier cosa, incluso esas cosas que los hombres no dicen a las mujeres por pura solidaridad con los individuos de su mismo sexo, en este caso, la dirección de uno de ellos.
Ella tenía una vaga idea acerca del domicilio postal de Lucho. Sabía que Lucho no respondía a su prototipo de chico ideal con un pi-si-to-di-vi-no en el triball madrileño, pero vivía dentro de la zona que ella consideraba apropiada para que habitaran sus ligues. Así que la cosa era muy simple. Si Risto no le daba la dirección, Ana se pasearía una y otra vez por los cuatro caminos hasta encontrarse con el lobo. Y Risto lo sabía, así que en un intento por salvaguardar la dignidad de su amiga, soltó calle y número como quien canta la lotería. Eso sí, la borrachera no le dejaba precisar ni el piso ni la puerta de Lucho. Había estado allí una sola vez, y probablemente lo bastante empanado como para recordarlo, pero el esfuerzo valía la pena, considerando el bienestar de la comunidad de la calle Ponzano. Conocía bien a Ana y no dudaba de que era capaz de tocar uno por uno los botones del telefonillo hasta dar con el de Lucho: cartero comercial, músicos sin fronteras, estupendas rebajas en su contrato telefónico. Sí. Ana era capaz de eso y mucho más cuando algo se le metía en la cabeza, por no decir todo lo que era capaz cuando alguien se le metía en el corazón. Así que Risto agudizó su memoria y terminó por reducir las opciones a un número menor, considerando la poca altura de los edificios madrileños. “Sino es el tercero es el cuarto”, dijo mientras cargaba por enésima vez las copas de ambos.
Aparecer en casa de Lucho era una apuesta demasiado arriesgada, pero Ana estaba paradójicamente agotada de la comodidad que suponía para ambos levantar las persianas de una ventana de chat. Además contaba con la ventaja de que, a juzgar por las veces que habían estado juntos, Lucho no era esa clase de gente que se horroriza ante los arrebatos ajenos. Es más, podría decirse que el chico del autodominio inquebrantable también era un ser apasionado, incluso hasta un grado peligroso. Y Ana sabía que esa superficie impasible no era más que otra faceta de un chico que parecía ser todas las cosas al mismo tiempo. Su Lucho era capaz de llevar una existencia espartana negándose todos los placeres por alguna oscura razón ascética al tiempo que podía entregarse inescrupulosamente a la lujuria en un parking céntrico videovigilado. Y eso era algo que a Ana le fascinaba, of course.