15 de agosto de 2011

Una vez más había sucedido. Esta vez, se habían enfrentado a la Hidra, habían desafiado el aliento venenoso y habían lanzado bolas de fuego a cada una de las siete cabezas. Y aunque Lucho tenía los controles, era algo que habían hecho juntos.  Les había llevado meses llegar hasta allí y matar al monstruo siniestro que serpenteaba entre ellos. Y ahora que lo habían logrado, Ana  no pudo evitar preguntarse si ella también tendría, como Heracles, que cumplir otras tantas penitencias. Porque, en cierto modo, Lucho era como Euristeo, un enemigo cobarde que temblaba de miedo al verla llegar y de vez en cuando se escondía dentro de un jarro de bronce. Era posible, entonces, que la Hidra no fuera suficiente. Que tuvieran que venir leones, ciervos, jabalíes, pájaros, el minotauro y un perro de tres cabezas. Ana no tenía ni idea de cuánto tiempo le había llevado a Heracles la proeza de sus doce trabajos, pero la sola perspectiva temporal le aterraba.
Y ahora estaban allí, juntos, dejando atrás el pantano seco. Un tiempo hostil en el que habían habido grietas y polvo, sed y cansancio, espinas y serpientes venenosas. Ahora eran dos ranas adentrándose en pozos más húmedos, con verdes más cómplices y ciclámenes rosas multiplicados. Pero si bien Ana se hubiera tirado a mil pozos más esa misma noche, Lucho era un chico de fábulas y moralejas. Un chico que siempre evaluaba seriamente sus actos y sus consecuencias. Y fue así como le soltó una frase que incluso para Esopo hubiera rezumado demasiada prudencia:

Aún estás en período de prueba”

Ana se quedó boquiabierta. Frente a cualquier otra persona, esa frase hubiera sido motivo de una batalla verbal –y campal- de la que seguramente hubiera salido ganando. Ya había tenido que superar suficientes pruebas en lo que llevaba de vida como para someterse a una más. Pero Lucho tenía la habilidad de anularle las defensas, de transportarla y sumirla en la espiral vertiginosa de sus cavilaciones, de montarla en una noria sin luces en plena madrugada. De hecho, todo daba vueltas a su alrededor. Estaba perpleja. Nunca ningún hombre le había dicho nada tan desconcertante. ¿Qué sucedería luego? ¿Le haría Lucho un contrato indefinido o la cosa acabaría en un simple contrato temporal? Y si Lucho no quedaba satisfecho, ¿tendría ella que devolverle su dinero? Aunque lo cierto era que él no había invertido demasiado…
Y de repente, lo comprendió todo. Se vio a sí misma como una demo, una mini-versión de algo que Lucho podía utilizar libremente hasta que se decidiese a comprar la version final, evitando así el riesgo que significaría un desembolso emocional erróneo hasta no estar completamente seguro. Entonces Ana no pudo evitar su lado lúdico y verse a sí misma como una versión “jugable”, una versión que sólo incluía los primeros niveles de un videojuego. Toño le había hecho ver entre copas que la vida era como una aventura gráfica. Después de todo, insert coin, start, level up, try again y game over eran palabras aplicables a la vida misma, y ella estaba agotada de repetirlas. Pero como en toda demo de aventuras, la cosa se limitaba a un número reducido de habitaciones. De hecho, la habitación era un terreno que no pisaban demasiado…
Pero, ¿sería ella una versión lo suficientemente “jugable” para Lucho? ¿Qué define la jugabilidad cuando hablamos de relaciones? Si la jugabilidad es la capacidad de divertir y “enganchar” que tiene un videojuego, lo lógico sería no ver la hora de regresar a casa para terminar la partida que te tiene enviciado. Y lo mismo sucede cuando jugamos a ese otro juego al que todos somos adictos y que pocos admitimos. En los tiempos en que no se podían guardar las partidas, el jugador tenía que empezar de cero cada vez. Pero en las relaciones, como en los videojuegos, la tecnología también ha alterado las reglas. Las nuevas consolas nos permiten comenzar exactamente donde lo habíamos dejado y esos checkpoints son también extensibles a nuestros lazos emocionales. En un mundo donde hombres y mujeres vagamos suspendidos en el ciberespacio, nuestras relaciones siempre tienen un último punto de control al que poder volver y retomarlas. Y Ana tenía bien claro cuáles habían sido cada uno de esos puntos en su relación con Lucho: llevaban meses saltando de uno a otro.
Sin embargo, parecía ser que lo que realmente contaba eran las reglas de juego, sólo que era muy difícil discernir a qué estaban jugando y cómo lo estaban haciendo. Ana hubiera preferido tener delante un tablero de parchís, elegir el color verde y confiar en la suerte al arrojar el dado. Entonces beberían limonada y uno de los dos conseguiría llevar sus fichas desde la salida hasta la meta. Y no importaría quién ganase, pues jugarían la revancha. Pero la realidad era que Ana se sentía perdida. Ella misma era un juego que desconocía sus propias reglas. Y si era cierto eso de que una regla de juego es una condición que provoca una acción, era ella misma quien estaba definiendo los pasos de Lucho y afectando el estado del juego. La lógica le decía que las reglas deberían ser sencillas, que las posibilidades de elección no tenían que ser muchas, pues entonces sería mayor la complejidad de la decisión y el tiempo que le llevaría tomarla a su jugador. Y Ana era demasiado consciente de que los tiempos de Lucho eran los de una novela rusa. Sí, Lucho era un Alexei Ivanovich que algún día, después de pasar cientos de páginas de tormentosos y complejos laberintos psicológicos, dejaría de jugar e iría a rescatarla a alguna chocolatería suiza. Sin embargo, no estaba segura de que las cosas tuvieran un buen final. Después de todo, esto no era una novela, era una ruleta rusa. Y Lucho no se animaba a disparar.



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