15 de abril de 2011

Había sido un noche de fiesta. Los amigos ya estaban en la cama mientras el jetlag provocaba  desequilibrios en sus energías. El jetlag y Madrid, con sus mismas luces y colores, los reflejos repetidos de un hipnótico amarillo-naranja-rosa. Ese perderse en un murmullo espeso de desconocidos, pensando en la categoría moral de tomarse una copa sola en un bar. ¡Cuánto le apetecía! Y en el medio de esa duda estoica apareció el soldado desconocido dispuesto a convidarle un cigarro, justo en el momento en que había  desistido del esfuerzo de liárselos. Y, como ocurre la mayoría de las veces, resultó que el soldado era majo y tenía un amigo que estaba meando en el parking. Así es Malasaña, pensó Ana, con su típico momento en que decides quedarte un rato, al menos para acabar el cigarro y luego terminas a las risas con gente que acabas de conocer.
Pero, ¿y si en ese puzzle infinito que es Madrid se hubiera encontrado con Lucho? Llevaba casi medio año sin verlo, un tiempo oceánico de estaciones invertidas, de otoños y primaveras aferrados a los rojos de un malvón que nace y muere. De repente recordó a Oliveira buscando la silueta delgada de La Maga dibujada en el Pont des Arts. Porque Lucho también representaba la confusión y la torpeza, su araña Klee, su circo Miró. Entonces la asaltó el pensamiento de haberse ido y haber llegado al mismo tiempo. Porque aún se sentía atrapada en ese tiempo-chicle, de globo fácil, pero chiquito y desteñido. Porque si entonces hubiera aparecido Lucho con sus camisetas tres tallas más pequeñas, su chaqueta setentosa y sus pitillos rojos… ¿Y si entonces sus pies se cruzaban con sus tacones bailando un twist? Ana se sorprendió de lo bien que recordaba los pies de Lucho, la base del andamiaje en el que llevaba haciendo equilibrio de un tiempo a esta parte. Sus pies de verano en unas chanclas que una vez fueron blancas. Pies que entonces eran barcas navegando en el cemento de una plaza. Sus pies dando frenazos en una pista de baloncesto. Sus pies sacudiéndose en una fiesta, bajo un cielo de calcetines a rayas y zapatillas-todas-las-estrellas. Sus pies en patines, deslizándose en bellos espirales de torpeza. Sus patines de domingo con sol y de qué-ganas-de-que-me-compres-una-nube-de-azúcar. Esos que cuando se hicieran viejos ella quería usar como floreros. “Y es que en un 46 caben muchas flores”, pensó en voz alta.

(Ana dobló la esquina y escupió el chicle con rabia.)

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