27 de septiembre de 2010

De repente estaba quitándose los patines en el portal de Lucho y pensó que no se sentía así desde que le obligaron a quitarse las botas en el control de seguridad del aeropuerto, cosa que constituía, para Ana, la medida irrefutable de eso que se conoce coloquialmente como “pérdida de dignidad”. Entonces no pudo evitar preguntarse si es que definitivamente había perdido todo rastro de dignidad humana. Pero, ¿cuál era realmente la medida de la dignidad? ¿Estaba condenada a vivir con un nivel de dignidad de catorce centímetros de media?
Su lado académico y cierto rigor lógico le hicieron pensar que si Kant tenía razón y la dignidad era un valor absoluto, en caso de perderse una vez, no sólo era imposible volver a perderla, sino también recuperarla. Pero ella se definía a sí misma como una chica postmoderna que, además de llevar gafas de pasta, era una relativista acerríma a la que le calzaba mejor una visión foucaultiana de la vida. Eso la tranquilizó y ni siquiera se cuestionó si lo del relativismo no era una solución cómoda y facilista. Sin embargo, esta vez no bastaba la teoría, así que tendría que llevar las cosas al terreno de la práctico. Entonces se preguntó si era posible tener buen sexo y preservar al mismo tiempo eso que los lexicógrafos definen como la gravedad y el decoro de las personas. ¿Era realmente grave? ¿Podría ella alguna vez llevarse bien con palabras tan feas como compostura, circunspección, seriedad y recato? Desde luego que no. 
La conclusión no podía ser otra que si alguien quisiera llegar al final de sus días con la dignidad intacta debería pensar seriamente en la opción del celibato. No sólo por esas posiciones del Kama Sutra en las que nadie se ve digno, sino también porque el sexo debería calificarse como una actividad riesgosa que puede hacer perder la sesera incluso a los menos vulnerables. Pero Ana estaba segura de que sin correr ciertos riesgos, protagonizar algún que otro papelón y tomar la iniciativa, la vida se volvía demasiado aburrida. La clave, entonces, parecía ser más humor y menos dignidad, y así podía presumir diciendo que nunca, pero nunca, se había quedado con las ganas por quedar como una reina ante los ojos de quien fuera. Por mucho que Ana Bolena también hubiera terminado sin cabeza.

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