29 de septiembre de 2010

Lucho era su Ícaro, aunque no estaba muy segura de si había sido un niño desobediente o de si su padre era un arquitecto renombrado. De lo único que podía estar segura era de que, sin ninguna duda, Lucho era un verdadero laberinto, lleno de encrucijadas capaces de confundir a cualquiera que tenga el coraje de adentrarse en ellas. Sí, Lucho era inextricable, por muchos metros de cable de fibra óptica que ella se empeñara en dejar como huella. Y no sólo eso, sino que albergaba dentro de sí un animal que bien podría haber sido un toro bravo a juzgar por sus salvajes embestidas. Unas embestidas feroces que no sólo le desgarraban las medias, sino que le dejaban ensangrentadas las lentejuelas y el corbatín anudado al borde de la asfixia. Sin embargo, Lucho no era precisamente lo que se conoce como un animal gregario. Era más bien un pájaro solitario. Como Ícaro, Lucho también tenía alas, y aunque no fueran de plumas pegadas con cera, podía volar tan alto como quisiera. De hecho, era esa manía de Lucho de permanecer en las nubes la que la volvía loca. Porque ella también era un ser alado que vivía más en el aire que en cualquier otro sitio. Una diosa de la noche hija del mismísimo caos que, al igual que Nyx, no había podido evitar el obnubilamiento y la fascinación que llegaron tras la intuición de ser, los dos, íntimamente semejantes. Por más que Lucho tuviera, también, la manía de escaparse, una manía que la impulsaba a buscarlo por tierras devastadas por el fuego. Un fuego abrasador, que la ponía día a día más y más caliente. Entonces, de cuando en cuando, caían juntos en un infierno amarillo, en un ritual repetitivo en el que él se dejaba curar las heridas y Ana lo despojaba de sus plumas calcinadas, pues era verdadero ardor lo que sentía y ella lo sabía. Pero también sabía que necesitaría algo más que la ayuda de los dioses del Olimpo para que Lucho entendiese, al fin, que tanto calor no eran sino unas ganas inmensas de sacudir juntos las alas.

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