26 de septiembre de 2010

- Destrózame los pantys...
- ¿Qué?
- ¡Que me rompas los pantys!
- ¿Estás segura?
Tanta caballerosidad no venía a cuento, así que Ana deslizó las manos de Lucho por debajo de su vestido y eso a Lucho le bastó como respuesta. Le rasgó las medias con las manos y los dientes. Con una fuerza animal que a Ana le hubiera gustado explorar en un descampado del extrarradio y no en su balcón de Malasaña. Pero ésas eran cosas que no podían controlarse y ahora estaban los dos comiéndose la boca a diez metros de altura. Había gente que iba y venía. Gente despreocupada. Gente que no ignoraba eso que pasaba en el balcón, pero que de todos modos seguía siendo gente despreocupada. Deborah Harry cantaba en el salón y las plumas del glamour volaban por el aire. Se posaban en la acera, en los contenedores, en la calle. Y no importaba nada, ni siquiera el vértigo que sufría desde los nueve años cuando pisó por primera vez su querida Buenos Aires. Si había alguna sensación de que las cosas daban vueltas a su alrededor no era una sensación desagradable, desde luego. Había un mundo tres pisos más abajo que podía girar todo lo que quisiese porque ahora tenía veinte años más y estaba con Lucho.  Sólo eran ellos dos. Enredándose en besos abiertos, rojos, mojados. Un vestido fácil de quitar y unos pantalones tan piratas como su dueño terminaron en el suelo. La Gran Vía aparecía luminosa cada vez que Ana abría los ojos. Y entonces veía a un Lucho que era un niño, que era un lobo. Que la mordía y la calmaba. Y a ella le gustaba porque era un dolor distinto de ese que sentía en el pecho cada noche que lo echaba de menos en su cama.

No hay comentarios:

Publicar un comentario