4 de octubre de 2010

Los amigos se habían ido ya y el salón se parecía más al santuario de la Difunta Correa que a cualquier otra cosa. Ana se quitó el disfraz y se puso la enagua negra que usaba como camisón. Se sentó a la mesa de la cocina, con una de sus piernas levantada encima de otra silla. Lucho apareció detrás suyo y se acerco sin dejar de mirarla. Le quitó la pierna de la silla, se sentó y la colocó en su regazo. De repente, quedaron atrapados en las redes que tejían cuatro pupilas dilatadas a punto de devorarse. El le contó la misma historia de siempre y ella asintió sorprendida, aleteando las pestañas como si fuera la primera vez que la oía. Y eso en parte era cierto, porque esta vez Lucho le hablaba desde un lugar nuevo, menos oscuro y que no quedaba tan lejos. Entonces supo que todo lo que había detrás de esos ojos rojos no era más que la confesión de un niño inocente después de haberse comido todo el pastel. Y a los niños inocentes hay que acariciarles la cabeza y besarlos en la frente. Y entre beso y beso se reían, presos de un entendimiento naranja intenso. Otro balcón había habido entre los dos y ella tenía, otra vez, los pantys destrozados. Lucho se los quitó con cuidado y le acarició las nalgas. Entonces la cogió por la cintura y la sentó en su falda. Le regaló mil besos de mil amores, le mostró sus dientes pequeñitos y le mordió los pechos como un vampiro. Ana no quiso saber si eso era parte de algún complejo de Edipo no resuelto. Prefirió pensar en una novela dirigida al público adolescente y se dejó morder. De hecho, el género no estaba mal escogido, pues Lucho la llevó en brazos a la cama como lo haría un marido recién estrenado en la noche de bodas. Y ése era un final mucho más feliz que todos los de Danielle Steel que su abuela guardaba en el cajón.

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